Taller de otoño. Desafío de escritura de Araceli Campana

 Con una consigna por día, me fueron saliendo estos textos...


Qué podría comprar para comer, una semana sin tarjetear? Cómo vuelvo de Constitución a las 2a.m.? Cerré la llave del gas? Cuándo me tendría que venir? Habré dicho algo que le dolió? Guau! Ya tacho esto de ponerme los zapatos de mi humana!


El vecino de enfrente parece estar vigilando detrás de las cortinas. En cuanto ella sale a la calle, ahí va él, detrás suyo. Apura el paso, no llego a escuchar lo que dice, pero algo le susurra al oído. Lo extraño es que su brazo derecho se va transformando en un ala grande y blanca que se arrastra por la vereda, la cual denota sus intenciones y también su edad.


Vieja, increíblemente vieja. Muy cerca del espejo, cientos de surcos van trepando por las mejillas, los párpados. Por dentro están todas las que fui: la niña que juntaba hormigas descarriadas, la mujer que acunaba a sus hijos, la que inventaba palabras, Ellas siguen estando, conversan conmigo y hacen valer cada arruga , cada pliegue. Entre esos surcos, florezco, aún florezco.


Son los de esas tribus que salen a ver la luna llena con el mismo fervor que otros le pondrían a un recital; los que tienen sus juegos preferidos con sus reglas de oro inventadas, los que se van contagiando la risa, los que cantan sus dos o tres canciones como si fueran himnos y tararean cantitos de cancha por las rutas.; los que no saben cómo resolver algunas cosas y conversan cabizbajos; los que sacan sus lujos para un almuerzo internacional o para comer pizza casera; los que se van de picnic, los que conversan seriamente sobre pájaros y nubes; los que se acuestan tarde para acompañar a las flores que salen de noche, los que van al mar a conversar con sus muertos; los que apuestan cada tanto a ver si se cumple eso de que cada uno tenga su casa; los que adornan el marco de cermonias para celebrar cada logro; los que son la imperfecta razón por la que siempre esperaré el día para abrazarlos.

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