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Mostrando entradas de 2012
Hoy siento la vida bastante geométrica. A veces voy de circunferencia en circunferencia: empiezo y vuelvo a empezar, otras espiralo marxísticamente, muchas solo marco puntos, segmentos que cambian de sentido, y en ocasiones rectas que por más que mire no les veo el final.

Autoayuda

Date cuatro o cinco veces la cabeza contra la pared. Quemá todos los papeles. Juntate con tus amigos y deciles que ideológicamente son incompatibles con vos,  asi que preferís dejarlos. Lanzá las peores críticas a tu familia, gritales todo lo que tengas atragantado hasta quedar disfónico. Que el rencor se apodere de tu discurso mientras ves como de a uno se levantan de la silla para retirarse y no escucharte más. Decile a tu mujer que sos muy feliz con tu amante y a tu amante que ni loco te separarías de tu mujer. Buscá algún paredón solitario y chocá el auto hasta que ni los del seguro lo puedan reconocer. Abrí el placard donde tenías acomodada la ropa por color. Meté todo en una bolsa o dos y salí a correr al cartonero que pasa por la puerta de tu casa cada noche. Ni llames, ni vuelvas al laburo. Dejá que tu retiro sea así de sutil. Ahora ya libre de cualquier atadura, buscá en la góndola de la librería el título más llamativo de “autoayuda” y mientras te introducís en sus ideas,

El desalojo

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El agente se sentó en el sillón de caña y apoyó sobre la mesa de vidrio, su máquina de escribir. Desde el jardín de invierno podía verse el patio de paredes rosadas y las puertas de madera de todas las habitaciones. Observaba lánguidamente los bultos desparramados por todas partes. Frazadas y sábanas convertidas en atados llenos de cosas. Los testigos, dos vecinos sentados en otros sillones del patio permanecían en silencio acompañando con miradas tímidas el trabajo del policía. Cuando el fletero tocó el timbre, me sentí algo aliviada. Al menos por un par de minutos me sacudiría esa sensación de presión en la espalda y me olvidaría del dolor que me apretaba desde el ojo izquierdo hasta la nuca. Le abrí la puerta y le expliqué la situación. También le pedí que sostuviera la puerta para evitar que de un portazo se partiera el vidrio. Un pasillo largo con piso en damero separaba la puerta de entrada de mi departamento, el del fondo. -Vea, voy a ir trayendo las cosas

Pies

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Voy por la calle entre muchos pies. Pies limpitos y francos, pies al aire con ojotas de goma o de cuero, con sandalias doradas, con piedras sofisticadas. Pies gastados, anchos flacos. Con dedos largos, con uñas limpias, sucias. Pies recién embellecidos, con uñas de colores,enjoyados con tobilleras o anillos. Pies escondidos en zapatos formales, brillantes,lustrados,cerrados o en zapatillas enormes, deportivas. Pies sudorosos. Un loco pide a gritos una tijera para cortarse las uñas de los pies. Pies diminutos, de bebés, empanaditas. Me gusta mirarlos desde este rincón. Solo bajo un poco mis antenas para que ninguno me pise.

Viaje

Un peladito de botines grises y cordones verdes, me mira fijo.Se me acerca y me da una patada con la que salgo volando.Todo pasa rápido: pasto, diente de león, vinagrillo, una avenida de hormigas apuradas,una nena que salta a la soga, cielo arriba, nubes amontonadas,charco, más pastito, la cabeza de un nene por debajo mío, un uhhh del padre, un perro que salta para morderme y no alcanza. Un nene vestido de amarillo, disfrazado de pollo, extiende sus brazos. Viene hacia mi, pero abraza el aire. Paso entonces por entremedio de dos camperas tiradas y me detiene el tronco de una araucaria contra la que reboto. Desde el fondo, el peladito de botines grises y cordones verdes grita gol y corre a festejar con sus amigos.

La trama - Ana Casale

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María teje  en un banco de la plaza, no le tiemblan las manos  ni se queja, mira hacia el sur, blanco y celeste, más allá del horizonte, unas islas  con ríos de piedra. María teje, se detiene en sus pensamientos, vamos a plantar bandera, le dijeron, la hermanita vuelve a casa, ese tibio  sabor a patria. ¡Juremos con gloria vivir! María teje, la lana se corta por lo más débil, otras mujeres le hacen compañía envueltas por olas de arena, en el silencio laborioso.  invocan nombres y  entre las vueltas del hilo,  el miedo  se retuerce. María teje, cascos, frío,  hambre,  fusiles oxidados. la voz de una radio escupe mentiras de batallas ganadas sin cuerpos.  Ellas persisten en su trama de sueños perdidos. María teje, urdido el espanto sin manos ni piernas,  las lágrimas se entrelazan, el cielo se vuelve oscuro y se hace noche cerrada. Una nube de mujeres azules se ahoga de desconsuelo  en el mar del sinsentido, empujadas por la locura y el viento al sur del olvido.

El jardín de los Otamendi

Emilia debía arreglar el jardín de la familia Otamendi. Hacía ya seis meses que la habían contratado y ahora que el diseño estaba listo, su trabajo consistía en mantener ese espacio lo más prolijo y parecido a sus planes . Como era un lugar un poco sombrío, había realizado unas islas de dichondrias, franqueadas por las alegrías del hogar que le agregaban un poco de color, unas monsteras en el fondo, culandrillos y spatifilums en flor. A un costado había colocado un  pequeño estanque hecho con medio barril y algunas plantas acuáticas que le daban algo más de vida.  Había rejuvenecido entre el verde y la tierra revuelta.  Pero algo mucho más fuerte que eso había operado en esa transformación. Julio Otamendi, estaría sentado en el living al lado del ventanal, leyendo el diario como siempre. Emilia sentía que el corazón le latía más rápido en cuanto lo veía. O mejor dicho, en cuanto se levantaba bien temprano sabiendo que ese día tenía que ir a su casa. Después de ese tiempo

Axolote

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Sólo a Pachu se le podía ocurrir semejante idea. Mirá que hay mascotas para elegir, más mimosas, más elegantes más, más... Pero no, a ella se le metió en la cabeza que quería un axolote. No debe haber bicho más feo que ése, ¿qué tiene de mascota? Agarrarlo no podés, porque se te resbala como un jabón moj ado y además, si te descuidás, te muerde con esos dientes diminutos y filosos. Ni siquiera sabés si te registra, con esos ojos que parecen cabezas de alfiler con un punto negro en el medio. Ahora ya debe estar por la costanera después de haber atravesado todas las cañerías de la ciudad. Increíble. Cuando llegué a casa el agua me llegaba hasta las rodillas. El patio parecía una pileta. Para conformar a la nena, porque nos veníamos a mudar a esta casa horrible, se le ocurrió prometerle una mascota. Y ahí fue Pachu nomás, que lo vio en el acuario, que parecía un pececito pero con patas, rosado, y en la cabeza unas protuberancias que parecen coronarlo. Claro, ¡Como el rey de los

Baños

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20 minutos en el baño. -No me baño, no me baño, no me baño, repite la nena mientras abre la canilla de la bañera. Se sienta en el borde y se estira para colocar un tapón en la salida del agua. De a poco el baño comienza a cubrirse con una nube de vapor.  Se quita las zapatillas grises sin desatarse los cordones, empujando el talón con el otro pie y arrojando cada una al aire impulsadas con un estirón de piernas. Ahora se saca las medias lanzándolas a un rincón, detrás del bidet. Gira su cuerpo, se arremanga los pantalones y sumerge sus pies en la bañadera. Juega con ellos, deslizándolos hacia un lado y hacia el otro, luego chapotea un par de veces. Se inclina hacia los azulejos y dibuja un corazón con el dedo. Saca los pies del agua y busca una toalla para secarlos. Al otro lado del baño, en el pasillo, una mujer camina con pasos cortos y ligeros, se acerca a la puerta y da unos golpecitos seguidos. La nena lleva su mirada hacia la puerta como si pudiera ver a través de ella y le res

Las monedas del abuelo

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Dentro del cajón, una caja, dentro de la caja, un cofre de madera. Tus manos de papel, temblorosas, abren el tesoro. Redondas, desgastadas algunas y otras refulgentes monedas. Rescatadas con  palabras para que el olvido no las vuelva a enterrar. Desde el cofre abierto una cascada musical cae sobre las baldosas negras y blancas. Cada una encierra un secreto. La de 1820 es nuestra favorita.  Una mujer la entregó por una cesta con pasteles dorados, me decís. Y yo imagino a las mujeres paseando con sus abanicos, a los hombres de poncho y sombrero. Juntos viajamos en el tiempo por esas calles de barro, en una Buenos Aires de tambores negros. Tintinean y caen. Quiero escucharte una y otra vez contar esas historias: la que servía para comprar una botella de leche, la que te regaló tu padrino el día que le cantaste un tango. Juntos les sacamos brillo y sigo tratando de hacerlas girar en el aire como solo vos sabés hacerlo. Cada una tiene tu acento y tu recuerdo. Nuestro tesoro decís, poniendo