Bucaresti

 


Mi primer viaje a otro país y a otro continente. Una temporada con la boca y los ojos abiertos, como si fuera niña otra vez. Todo tan nuevo que hasta mis sueños cambiaron de temas, formas y colores. ¡Otro idioma! Cuando lo escucho, también pienso en los sueños:  reconozco palabras pero no llego a entender de qué están hablando.





 Estoy en el barrio Cotroceni, en el sector 6 de la ciudad de Bucarest, una ciudad casi redonda, un barrio más redondo aún, tanto que la calle por la que camino, la Strada Dr Louis Pasteur, pega la vuelta. Hay muchas casas señoriales, de dos plantas, con techos de tejas, jardines que dan a la calle cubiertos de enredaderas, entre otras de corte moderno, amplias con inmensos ventanales. Las veredas son angostas, un poco por el ancho real y otro porque los autos se estacionan montados .

Es otoño, y la maravilla de castaños, hayas, magnolias, plátanos y jaboneros de China me llenan los ojos de verdes, dorados, naranjas. Caminar por esas callecitas es una fiesta para los sentidos: arrastro las hojas que crujen bajo mis pies, me lleno del perfume de las rosas y las madreselvas y sobrevuelan gaviotas y urracas con sus graznidos.

Busco de dónde viene el nombre Bucarest y encuentro bucurie: alegría. Eso mismo siento.


Casi no hay semáforos, pero cada tanto aparece una senda peatonal. Ni bien pongo el pie en la calle, el tránsito se detiene, sea auto, micro o tranvía.¡Qué bien se siente ser peatona!

Cruzo un par de calles y veo la primera iglesia ortodoxa que será la primera de muchas: columnas, cúpulas redondas, decorados orientales y frescos religiosos en el frente.

Llego a la avenida y ahí la vista se ensancha. El río Dambovita cruza la ciudad. Está canalizado y bordeado por columnas de luces. A partir de ahora es mi compañero. Camino por su orilla para llegar al centro. Voy a Carturesti Carusel. Es una librería blanca de seis pisos con hermosas escaleras, barandas, llena de luz, de libros, de regalos. Se puede tomar café y cada tanto hay música en vivo. A partir de ahora, uno de mis lugares preferidos. Ahí encuentro el último libro de Mircea Cartarescu, “El ojo castaño de nuestro amor” en el que cuenta su historia en esta ciudad. Me sorprende que haya un espacio destacado para la poesía y literatura latinoamericana.


En Bucarest es fácil encontrar donde escuchar buen jazz. Hay muchas presentaciones. Algunas promovidas desde la Escuela de Música, o por la Radio Nacional. 

En Jazzbook además de escuchar música sirven muy buena comida y la gente es amable.

Me sorprenden los jardines detrás de las casas convertidos en barcitos.


Hay muchos lugares donde sentarse a tomar algo y también asientos sueltos porque si, para descanso del caminante.


La ciudad  vivió un reinado, un terremoto, un incendio, dos guerras mundiales, el totalitarismo, la revolución. De cada acontecimiento hay recuerdos, como si fuera un cuerpo lleno de cicatrices y aún así hermoso: El palacio del parlamento que debe ser uno de los edificios más grandes de Rumania y tal vez del mundo, una belleza neoclásica rodeada de jardines, donde funcionan las dos cámaras de legisladores fue construído en tiempos de Ceaucescu a costa de la demolición de varios barrios, iglesias, sinagogas y monasterios; muy cerca de ahí están las ruinas de la Academia Romana que no llegó a terminarse y parecería que hasta el momento a nadie se le ocurre darle un buen uso. A pocos minutos de camino se sigue construyendo la catedral de la salvación del pueblo rumano que pertenece al patriarcado ortodoxo, también de tamaño descomunal. Las casas enormes, los palacios conviven con los monobloques de la era comunista y edificios vidriados más actuales. 


Bucarest tiene parques amplios llenos de árboles y lagos donde nadan patos: el Cismigiu que está en el centro de la ciudad, el Herestrau más hacia el norte donde se puede navegar en barco, el Tineretului … siempre que camines llegás a un espacio verde.


Son las cuatro y media de la tarde. Se está haciendo de noche y la bandada de cuervos bochincheros me acompaña en la vuelta. El resto de la gente seguirá hasta bien tarde afuera como si no se hubieran enterado que el sol ya se fue.







  










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