La casa de mi amiga. Diario de Dafna
En la casa de Rosario, todo es reluciente y bonito. A mí me hubiera
encantado tener una casa como esa: ordenada, nueva, con olor a pintura y a madera.
En la cocina enorme, había una mesa con un mantel de flores.
La mamá de Rosario
puso tazas, jarritas, galletitas, dulces, mientras nosotras sentadas
esperábamos un poco inquietas. Todo parecía de cuento. Tomamos la leche,
hablamos de la escuela, de los programas de la tele y de lo que habíamos hecho
el fin de semana. Menos mal que nada se me cayó al piso. Tampoco me acordé de
que pudiera pasarme algo así. Después de tomar la leche la mamá de Rosario nos
dijo que podíamos ir a jugar al cuarto. Yo no tenía un cuarto para mí. Solo un
cajón con juguetes, un escritorio para hacer la tarea y mi cama en el comedor.
– ¡Esta casa es un palacio!–, me salió desde adentro.
Rosario se rio y empezó a mostrarme su colección de muñecas y vestidos,
zapatitos, carteras y muebles.
– ¡Qué bueno! nos vamos a divertir un montón– dijimos las
dos al mismo tiempo y nos causó mucha gracia.
De adentro de su placar sacó una casita de muñecas como la
que yo le pedí a papá Noel, al Ratón Pérez, a mi abuela, a mi mamá y a mi papá,
sin que ninguno me hiciera caso. Era como estar soñando.
Me levanté a buscar un par de muñecas y muebles para
inventar una historia con mi amiga. Y así pasamos un montón de tiempo. Les
preparamos las camitas y las cambiamos para que fueran a pasear. Mi muñeca era
modelo y la de Rosario, azafata. Iban al shopping, al cine y hablaban todo el
tiempo de sus novios. Debajo de la cama de mi amiga, asomaba un perrito de
peluche marrón muy chiquito. Fui a buscarlo para que nuestras muñecas tuvieran
una mascota, pero la cara de Rosario se transformó.
“¡No! “me gritó, y enseguida comenzamos a forcejear con el
perrito. Yo quería explicarle que era para que jugáramos las dos, pero ella no
me escuchaba. Seguía gritando y pataleando. Entonces la agarré de los pelos y
justo en ese momento abrió la puerta del cuarto su mamá.
“¡¿Qué están haciendo?!”gritó “¡Dafne, soltá el pelo de mi
hija!”
Yo no me llamo Dafne, pero no pude abrir la boca. La loca es
ella, pensé, pero tampoco pude decirlo.
“Vengan acá las dos” siguió diciendo la mamá, ahora un poco
más calmada. “Si van a seguir así, se acabó el programa”.
En cuanto terminó de decir eso, sonó el timbre. Era mi mamá
que venía a buscarme.
Me alivié sintiendo que era alguien de mi parte y se me
saltaron las lágrimas.
Yo no quería llorar, sólo quería tener la razón; que mi mamá
dijera que la loca era Rosario. Pero no fue así. Las dos mamás se pusieron a
hablar de lo mal que nos habíamos portado. Ahí nomás, se me empezaron a tapar
los oídos, mientras para adentro recitaba: “No te escucho soy de palo, tengo
orejas de pescado”. Después, nos preguntaron al
mismo tiempo:
“¿Están de acuerdo?”
Yo no sabía que contestar. Rosario estaba haciendo un
puchero, mientras me miraba de reojo y decía que sí con la cabeza. Así que yo
por las dudas también dije que sí. Parece que eso estuvo bien porque mi mamá
enseguida me abrazó y le acarició la cabeza a Rosario.
“La semana que viene Rosario puede venir a pasear con nosotras,
¿Qué te parece Dafna? “dijo mi mamá.
A las dos nos pareció una buena idea.
A la noche me puse a jugar con mis muñecos antes de dormir.
A mí tampoco me hubiera gustado que alguien tocara a mi osito naranja sin
pedirme permiso. Lo tenía desde chica y lo llevaba a todas partes.
Me divertí con Rosario y me gustó su casa de muñecas.
Al otro día en la escuela le contamos a Laura, la maestra,
lo bien que la pasamos juntas.
Así nos hicimos mejores amigas.
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