Centro de estudiantes




Solidaridad era el último sindicato que quedaba en pie después del golpe de estado. Sus dirigentes pedían a los jóvenes estudiantes que llenaran las calles de pintadas y volantes. Había elecciones sindicales y querían mostrar que aún los militares no habían doblegado a toda la población.
El centro de estudiantes de un secundario del barrio se ofreció a participar. Los siete amigos concretaron el encuentro en el sindicato y allí escucharon atentamente las explicaciones de los   dirigentes sobre los cuidados que debían tener. Esa misma noche participarían en la campaña.
Fueron divididos en dos grupos con tareas diferentes: uno debía escribir en las paredes de un hospital y el otro llevar unos volantes hasta un laboratorio. A la hora acordada se encontraron los amigos que irían al hospital. Caminaron en parejas por la avenida. Iban a bastante distancia porque ya existía la prohibición de formar grupos de más de tres personas. En cualquier esquina podrían ser ajusticiados sin más explicaciones.
Debían escribir las consignas “Solidaridad no se rinde” y “fuera milicos”. Habían practicado las letras en la terraza de la casa de uno de ellos. Algo tan sencillo a la vista de cualquiera en democracia se convertía, en esa época, en una acción de altísimo riesgo.
Tomás y Pablo llevaban los aerosoles para pintar cada pared y los otros dos harían de campana. Las sensaciones se entremezclaban, las manos congeladas, las piernas temblorosas, y una mezcla de miedo y orgullo por sentirse partícipes de la resistencia. Cada tanto la luz azul de algún patrullero les iluminaba la cara pero ellos seguían caminando sin prisa. Ya era peligroso en si continuar en la calle de madrugada.
Mientras tanto, Clara y su hermana se habían juntado desde temprano siguiendo las indicaciones de seguridad que les daba el sindicato: ir vestidas sin llamar la atención, llevar solo una mochila, tomar varios colectivos para evitar seguimientos, dejar los volantes en la puerta del laboratorio, salir despacio, caminar hasta la avenida, separarse y una vez que estuvieran en lugar seguro llamar al control, que sería otro de los chicos del grupo, para avisar que estaban a salvo.
Solo el viento las acompañaba por esas calles oscuras. Faltaba un rato para el amanecer y ellas debían aprovecharlo. Una mochila llena de volantes llamando a las elecciones en el sindicato y denunciando el atropello militar era el arma peligrosa que cargaban.
Para esas horas, los cuatro amigos ya estaban al frente del hospital y luego de un momento de deliberación sacaron los aerosoles de los bolsos. Era tanto el nerviosismo, que repetían las frases para no olvidarlas aun siendo tan cortas y claras. Tomás y Pablo se separaron para escribir en sendas paredes, a los costados de la entrada principal.
Sobre el cordón de la vereda había autos estacionados. Solo el frío pasaba por la calle y una luz de farol en el medio bailaba con la brisa congelada. Les pareció el momento indicado. Los otros dos amigos se apostaron en las esquinas dispuestos a observar cualquier movimiento extraño.
La tarea debía resolverse en cinco minutos. No habían pasado tres y desde una de las esquinas, el campana hizo señas en vano. Dos patrulleros aparecieron de la nada. Tomás había terminado de escribir “Solidaridad no se rinde” y arrojó el aerosol hacia la calle, Pablo no había terminado de escribir su frase pero en cuanto vio el patrullero se tiró debajo de uno de los autos estacionados.
Clara y su hermana llegaron hasta la puerta del laboratorio y se agacharon para dejar los volantes. Las dos sintieron un escalofrío al levantarse y se miraron a los ojos como sosteniendo el valor de cada una. Agitadas y temblorosas caminaron un par de metros, cuando escucharon el ruido del portón del laboratorio. “Paren ahí” dijo alguien. Una sensación de hormigueo desde la cabeza a los pies recorrió el cuerpo de las dos.
Al frente del hospital, el patrullero que vio Pablo había seguido de largo, pero otro que venía a cierta distancia, se detuvo. Bajaron dos policías con linternas. Los muchachos que habían hecho de campanas habían logrado cruzar en distintas direcciones y alejarse de ahí. Tomás entró en el hospital y como pudo se sentó en la guardia esperando lo peor.
Pablo seguía debajo del auto pero los policías ya habían apagado sus linternas. Cuando intentó acomodarse, sin querer pateó el aerosol que había arrojado Tomás y éste rodó fuera del auto que lo cubría, hacia la mitad de la calle. Antes que pudiera hacer otro movimiento sintió un tirón de pelos y un golpe seco en la cabeza.
Como habían acordado en el sindicato, se encontrarían en el bar de la esquina de Mariano Acosta y Avenida del Trabajo, a las siete de la mañana para confirmar que estaban todos bien. Tomás y sus dos amigos llegaron al bar. Tenían la esperanza de ver llegar a Pablo que había quedado debajo de un auto mientras ellos se escapaban. También debían encontrarse  con Clara y su hermana que habían llevado los volantes a las puertas del laboratorio.
 Esperaron cinco minutos, eso era todo lo que podían hacer. Más tiempo los ponía en peligro. En caso de ser apresado alguno de ellos, bien podía bajo tortura denunciar el lugar de encuentro. Los dos que habían oficiado de campanas salieron juntos del bar. Una sonrisa de alivio  se les iba congelando por el miedo de lo que le hubiera ocurrido al resto. Pero al fin estaban afuera y a salvo.
Tomás se demoró unos minutos más para ir al baño. No imaginaba que todavía algo peor podía ocurrir. Al salir, cuatro policías lo esperaban en la puerta.
De los seis compañeros, ninguno volvió a su casa. Pero había uno más entre ellos. Uno más había participado en la reunión del sindicato. Le habían dado la función de control. Clara y su hermana debían llamarlo confirmando la tarea cumplida. Lo consideraban amigo. Esa fue su ocupación durante todo el año. Lo suyo no tenía que ver con el sindicato. Solo cumplió con delatar la hora y el lugar.

Comentarios

  1. Buenisimo..... te mete en pocas frases en un ambiente especial, te sorprende con el final, y te deja un toque de angustia

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