Los duendes de la primavera

 Los duendes de la primavera

Ustedes ya saben que los duendes son esos seres mágicos vestidos de verde con botones colorados y escarpines con punta. También saben que viven en los bosques, que alrededor de los treinta y cinco años dejan su infancia para entrar en la adolescencia que dura solo ciento un años más. 

De esos duendes, les voy a contar hoy una historia. Una historia de duendes, en un país de duendes. Un país muy frío, siempre blanco de nieve. 

Las mamás y los papás duendes se la pasaban tejiendo saquitos, calcetines, calzones y calzoncillos largos para mantener abrigada a su familia. 

 Y todos los demás, viejos, adultos, niños y bebés cortaban leña para armar fogones y recogían frutos para alimentarse.

No había tiempo para divertirse, para jugar o para dejarlo simplemente transcurrir. Hacía muchos años que no se los oía reír ni cantar. 

Largo tiempo atrás un rey había llegado de “Nadiesabedonde” y gobernaba el país de los duendes. 

No permitía que se les escapara una hora, ni un minuto ni un segundo de descanso. ¡Trabajar, trabajar y trabajar! Es más, él mismo había traído el invento del reloj, ya que antes los duendes medían sus tiempos en soles y lunas. 

Por supuesto, que aunque el rey decretaba trabajo y más trabajo, algunos recordaban que cuando niños, los duendes habían sido alegres y hasta les venía a la memoria alguna nota de antiguas canciones que cantaban sus abuelos en tiempos más felices. 

-¡Algo tenemos que hacer!- dijo Augusto, el duende de los escarpines más largos, al resto de sus compañeros, mientras cargaban un tronco de abedul.-Si, algo ¿Pero qué?-respondió uno de ellos.- ¿Y si le preguntamos a Felipek?¡El si que es sabio!- agregó Serafína con un brillo extraño en sus ojos.-¡Vamos allá!- exclamaron algunos otros. 

Entusiasmados, dejaron el tronco en el suelo y corrieron hacia la casita de piedra que asomaba su pequeña chimenea entre los alelíes perfumados, intentando no ser vistos, puesto que si alguien los descubría serían desterrados para siempre. 

Felipek escuchó a sus amigos y luego buscó, desempolvando libros y cuadernos, algunas señas, pistas, acertijos, recetas mágicas, hasta que...-¡Ya sé!- vociferó sorprendiendo a todos-Aquí falta algo desde hace mucho tiempo- y agregó-El rey decretó dejarnos sin primavera, pero esto sucedió hace ya tanto tiempo que nadie lo recuerda. 

Enseguida Felipek y los demás se pusieron a trabajar. Mezclaron en una olla, líquidos extraños y luego revolvieron a fuego lento. 

Cuando llegó la noche salieron esparciendo el brebaje por la nieve. 

Al otro día, el sol despertó más temprano que de costumbre y sus rayos absorbieron el líquido mágico.

Entonces se derritieron los hielos. El suelo fue cubriéndose de hierba suave y verde. Florecieron las campanillas, las frescias. Remontaron mariposas salpicando el aire, en sus vuelos leves, de rojos, azules y naranjas. Los pájaros abrigaron suavemente el cielo del país entero. Un aroma a flores se sentía por todas partes. 

Los duendes más pequeños quisieron jugar, y los más grandes también. Salieron a correr por el bosque cantando canciones que despertaron en su memoria. Los abuelos contaron cuentos para todos y fueron inmensamente felices. 

El único que no pareció contento fue el rey de los duendes que a demás de ser antipático, era terriblemente alérgico al polen. Tanto que decidió volver a “Nadiesabedonde”, entre lágrimas, estornudos y mocos, sin lograr pensar en represalias, buscando un lugar donde no hubiera primaveras. 

Los demás vivieron el resto de sus vidas con alegría, con trabajo, con canciones y con juegos, seguros de que la primavera volvería a visitarlos una vez cada año, para recordarles que los duendes son unos pequeños seres mágicos, tan mágicos como esa estación de maravillas. 

Ana Gloria Casale


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