Muerte en una noche de reyes




No busquen más, dijo el gigante con vos enajenada a los policías que aún discutían sobre el rumbo que habría tomado el atacante. Y agregó fui yo quien lo mató.
Sin demora, uno de los brigadistas le colocó las esposas y mientras lo llevaban, el gigante relató con detalle su crimen.

Ya había amanecido. La luz entraba por un extremo del ventanal partiéndose en cuatro rayos que formaban unos espacios de luz y pelusas sobre la cama de Juan.
Allí arrodillado, con su pijama a rayas celestes y blancas, la humanidad desgarbada y huesuda de Joselo, se acunaba con cara de espanto.
No terminaba de entender cómo ese momento de placer y felicidad se le había convertido en horror.
La luz del día, las manchas de sangre en las sábanas y el piso. Los corrillos de monjas, de policías y un par de hombres de traje. Todo le confirmaba que no había sido un mal sueño. El pabellón parecía más grande, los techos más altos, y todos más ajenos que nunca.

Su querido Juan Bautista ya no estaba.

La policía había llegado tan pronto como pudo, luego que una de las hermanas lo llamara desesperada por el hecho.
En el patio aún quedaban huellas de cáñamo ensangrentado, concentrando las miradas de los miembros de la brigada criminal, quienes formulaban algunas hipótesis sobre el homicida, seguros de que éste había intentado lavar sus culpas en la fuente del centro en la que se introdujo con sus alpargatas puestas y de la que salió luego apresurando el paso con sus pantalones y su calzado más pesado, por su carga de agua.

Hombre, levántese que la culpa no es suya.¿Le traigo un vaso de agua? la novicia de túnica gris mezclaba un tono enérgico, con algo de dulzura, intentando consolar sin mucho éxito a Joselo, que seguía totalmente sumergido en su desconcierto.
Usted tiene que estar fuerte porque es uno de los pocos amigos que tenía Juan y tal vez pueda contar algo que a la policía le resulte útil.

La mujer lo ayudó a levantarse sosteniéndolo del brazo. Joselo estaba totalmente aturdido, más que cuando le daban la medicación para calmar sus crisis. Se dejó llevar por la novicia que ahora lo cargaba abrazándolo, segura de que antes de llegar al patio se desplomaría.
Con los ojos hinchados y rojos, el pelo revuelto y el cuerpo flojo, Joselo se encontró con un policía vestido de uniforme, prolijo y serio.
El hombre se tomó unos segundos para observarlo y pensar cuáles serían las mejores preguntas. No hicieron falta. Con voz monocorde y llevando un ritmo en el que pasaba el peso de una pierna a la otra, refregándose nerviosamente las manos, contó su historia. El amor y la admiración que sentía por Juan Bautista, los sueños que tenían de irse juntos a vivir al campo y de ese Ramón que aparecía cada tanto para separarlos.
Que Juan lo quería más a él, pero que no sabía como separarse de ese monstruo que lo tenía sometido desde siempre.

Ramón, el gigante, con un aspecto cavernícola aumentado por su barba y su melena sucia y abultada. Entraba y salía del manicomio cuando quería.
Acostumbrado a comer sobras desde muy pequeño, sin nadie a quien querer demasiado,
como un gato que vuelve solo cuando necesita un lugar seguro y una porción de comida.
El desorden fue lo único estable en su vida, algún robo aquí, otro por allá, lo fueron arrastrando a una vida marginal, repartida entre psiquiátricos y la cárcel que lo recluyó por once años después de cometer un homicidio.
.

Un seis de Enero, sin reyes ni camellos a la vista, con la vida que se escapa y empequeñece el entorno, lleno de puntos negros y violáceos, el estómago revuelto, el dolor que nace en el profundo tajo en su garganta se apodera de cada porción del cuerpo y del alma. Así se arrastró Juan Bautista hasta el patio de la granja Psiquiátrica, bañado en sangre y sosteniendo un papel donde llegó a escribir Ramón Navaja. El aire fresco del amanecer le heló aún más su herida y alcanzó penosamente a dar una última mirada al hermoso jardín que solía cuidar con algunos de sus compañeros.

No gastó sus últimas energías en pedir auxilio porque nadie lo escucharía.
Solo se desplomó en medio del patio.

Un seis de enero tan frío y sin esperanzas, Juan Bautista buscó el calor de su amigo Joselo, seguro de que Ramón no vendría por él esa noche.
Sin embargo, Ramón llegó y los encontró abrazados.
Joselo huyó asustado buscando un lugar donde esconderse.
Juan Bautista sin levantarse de la cama le ofreció su lugar y ahí se acostó Ramón sin desvestirse y sin quitarse las alpargatas negras de las que sobresalían sus dedos mugrientos.
En el pabellón a oscuras el cuchillo no llegó a brillar. Desprovisto de cualquier sentimiento y a tientas Ramón buscó el cuello de Juan.


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