Arrastrado por el mar


Ian tomó la decisión de arrojarse del barco, así como estaba, con los grillos a los que había logrado partirles la cadena pero aún puestos y lastimandole los tobillos.
Como pudo se agachó para quitarse los borceguíes y las medias de algodón como único recuerdo de su estadía, seguro que le dificultarían aún más su escape.
Ahora se abrían más posibilidades, podía llegar a golpearse fatalmente en la caída, ser descubierto y morir de un tiro, ser devorado por un tiburón o simplemente no resistir el nado hasta la orilla.

De todas formas todo era mejor que ese barco sin rumbo, donde moriría después de ser maltratado hasta lo impensable. Eso, era de lo único que estaba seguro.
Él mismo había sido cruel con otros, torturándolos hasta enloquecer.
Y también sabía que en algunas circunstancias. era casi imposible correrse de ese juego perverso.
-Todo comienza con ver al otro como el enemigo, se dijo a si mismo,- ir borrando las coincidencias hasta creer que no pertenece a la raza humana. Y siguió explicándose- sentir que su vida te pertenece y asi cuanto más grande es el poder y el odio que te apoderan , más empequeñecido lo ves. Entonces solo queda terminarlo.

La suerte lo acompañó en el salto. Luego de emerger entre tantos pensamientos y tanta agua descubrió que era una tarde hermosa y que muchos años atrás hubiera sido feliz nadando libremente en ese mar calmo, dejándose arrastrar cada tanto por las olas.- Ese olor a sal, pensó, y se le agolparon las imágenes, verde, algas, espuma.
Nadie a bordo observándolo. El barco negro y descascarado seguía sin rumbo indiferente a su destino.

No sabía si podría llegar hasta la playa. Parecía aún demasiado lejos, pero la confianza iba reemplazando su pesimismo y ese destello de su niñez, lo volvía a un lugar seguro.
Dio muchas brazadas vigorosas, pero por momentos sentía insoportable el dolor de sus heridas , como si se abrieran más profundo al golpear sus tobillos con el agua.
Como pudo se deshizo de cosas que le pesaban en los bolsillos, mientras su camisa se embolsaba con el agua, un encendedor que de todas formas ya sería inservible, unos tornillos, una lapicera, una cantimplora vacía, un par de cartuchos de balas.
Después de una hora de nado, descansó y se dejó llevar, ya casi sin pensamientos.
Cuerpo y agua moviéndose.

El sol le ardía en las mejillas y en la frente y se alegró de no haberse desprendido de su ropa que aunque le incomodaba le sería útil más adelante y ahora lo protegía de los rayos.
Vio pasar unas toninas por el fondo y también rozó unas cuantas aguas vivas que le dejaron su ardor de plancha en el torso de una mano al intentar liberarse de ellas.

El cielo fue cambiando con nubes anaranjadas y el mar se volvió casi turquesa. El barco se empequeñecía hacia el horizonte y aunque para él llevaba el signo de la muerte también lo obligó a sentirse solo.
Con el resto de energía, creyendo cada vez más en su salvación, pensó gravemente en lo que vendría.
¿Cuántas millas, cuántos kilómetros sin un ser humano a la vista?
¿Sería posible sobrevivir?
Recordó su libro de “ Robinson Crusoe”. Se le entremezclaron otras historias de su juventud “ La isla del tesoro”, “Sandokán”. Se imaginó siendo el héroe de alguna de esas novelas, pero en estas tierras tan al sur difícilmente encontraría la abundancia de esas playas.
El panorama de frente era tan llano como el del océano.

Pensó que de todas formas sería mejor intentar autoabastecerse que tratar de encontrar gente, con un idioma inentendible, observándolo con desconfianza, quizás odio, sabiéndolo enemigo.
El sol desapareció rápidamente por un costado del horizonte. La noche le dio cierta sensación de viscosidad al agua y aunque Ian no lo había tenido en cuenta, la hora elegida para su escape no fue la mejor. La orilla se iría corriendo unos cuantos metros hacia el norte.

A lo lejos vio encenderse un faro y al rato la luna lo sobresaltó creyendo que alguien lo iluminaba para detenerlo.
Pasó un largo rato casi inconsciente, ya superado por todas las pruebas a las que estuvo sometido durante la travesía.

El mar lo ayudó a llegar y lo dejó en la costa como lo hubiera hecho con cualquiera.
El resto de aguas le siguió trepando por el cuerpo y retirándose luego, marcando su huella en la arena.
Asi se quedó dormido.

El amanecer fue trepando lentamente hasta convertirse en mañana. El mar lo dejó y se volvió a sus asuntos.

Ian despertó muy débil, escuchando gritos atroces, rostros aterrorizados mirándolo fijamente.
Cuerpos, estruendos, humo, fuego.
Abrió los ojos y vio solo cielo. Palpó la arena húmeda. Una playa inmensa ondulada por los médanos.
Alcanzó a ver sus tobillos destrozados. Volvió a escuchar gemidos, llantos.

Decidió quedarse. Se habían disuelto en el agua muchos sentimientos que ahora ya no existían. Odio, orgullo, ambición, pero también la necesidad de sobrevivir. ¿A qué?
¿Para qué?
¿Tendría algo que ver con el remordimiento?
No pudo encontrar una respuesta. Su vida se le partía en pedazos. Parecía haber vivido muchas vidas y haber sido un ser muy diferente en cada una de ellas.
Cada frase en su cabeza se movía lentamente, entremezclándose con imágenes borrosas de su historia.
La debilidad lo devoraba. Y dejó arrastrarse por ella hasta desaparecer.





Comentarios

Entradas populares de este blog

Las monedas del abuelo