DON MIEDO
Don Miedo era un fantasma con cara de sombra, con voz ahuecada y enorme. Se instaló en el pueblo al llegar al invierno, sin que nadie lo sospechara.
Pronto se dedicó a sus maldades en las noches sin lunas, preferentemente con lluvias y truenos y con golpes espantosos de persianas.
Apresó a quienes estaban distraídos por ahí. Los hizo temblar, primero con disimulo y después haciéndose más evidente, les puso la piel de gallina. Les hizo castañetear los dientes y cuando las pobres víctimas creían morir, recién allí los dejaba escapar para buscar nuevas diversiones.
El rumor fue de boca en boca; chicos, grandes, serios y bromistas, personas de trabajo, personas sin trabajo; todas habían sido vapuleadas por Don Miedo.
Algo debían hacer, ¿Pero qué?
El intendente anunció fabulosos premios para el que construyera una trampa eficaz contra el terrible fantasma.
-¡Nuestro enemigo debe ser destruido!- dijo, tratando de convencerse a sí mismo y a los demás.
Así fueron apareciendo máquinas de lo más estrafalarias, artimañas llenas de sogas, pegamentos, alambres, guillotinas, etc.
Nada sirvió. Don Miedo era demasiado astuto.
Un día Don Braulio se levantó tempranito, como de costumbre y para olvidar lo de su baño matinal se puso a cantar “O sole mío” horriblemente desafinado.
Escucho entonces, una voz ahogada que decía: ¡Basta! Aguzó su oído, sintiendo en su corazón que el que gritaba era Don Miedo.
Llamo a su amigo Juan, que estaba mateando afuera y le pidió que cantara con él “O sole mío”. A Don Juan le pareció medio raro el pedido de su amigo, serían el peor dúo del pueblo, pero sin preguntar cantó junto a él. El fantasma volvió a gemir.
Del mismo modo que el rumor de su llegada se había esparcido a toda velocidad, corrió la voz que Don Miedo no soportaba la canción desafinada.
Cerca del medio día, el pueblo entero cantaba “O sole...”, intendente incluido y la banda oficial, que era una de las peores del país.
Así fue que escucharon el último grito de Don Miedo esparciéndose por el aire.
Como buen fantasma no podía morir, pero, se desparramó en mil pedazos que ya no pudieron apresar a nadie.
Pequeños miedos se instalaron entonces en la gente: a la oscuridad, al encierro, al dolor, pero ya nunca un miedo enorme que paralizara a nadie.
Ana Gloria Casale
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