La despedida
Apenas se
veía por la ventana. El vidrio estaba empañado y la hora temprana
no terminaba de despertar a los vecinos. La mayoría de las luces del
edificio de enfrente estaban apagadas y en el cielo solo había una
luz tenue de amanecer.
Desde su
cama, Irene repasó que tendría que comprar cortinas un día de
estos y tal vez una persiana de madera para frenar un poco el aire
frío que congelaba las buenas intenciones de la estufa vieja.
Todavía
inconsciente por el sueño, manoteó el espacio vacío de su marido
que ya se había ido a trabajar un par de horas atrás.
Con un
gesto casi infantil se dio vuelta, arropándose hasta la cabeza con
las frazadas e inmediatamente
se incorporó para asegurarse que la bebé estuviera
abrigada en su moisés. Le sonrió y se sintió protegida.
Pensó que
eso era raro, pero que igual lo sentía así. Esa bebé de cuatro
meses, rosada, de pelito suave, de nariz respingona, de ojos
redondos y brillantes, de boca gordita, la protegía de sus miedos,
de sus pesadillas y de sus fantasmas.
Durmiendo
con tanta paz, Irene podía quedarse mirándola un rato largo totalmente convencida de que Lourdes, su bebé, era un milagro.
Acercó un
poco más el moisés hasta su cama y volvió a acostarse,
acurrucándose entre las almohadas.
Ni bien entró todo el sol por la ventana, el vidrio empañado
empezó a gotear y Lourdes a desperezarse.
Irene ya
había desayunado, limpiado el baño y la cocina-armario, le había
dado de comer al canario y al juan chiviro y ahora acomodaba sus
libros y papeles esperando escuchar el gemido de Lourdes pidiendo
teta.
Ni bien la
escuchó, se acercó al moisés y la levantó envolviéndola con la
mantita que le había tejido la pobre Sara.
La acomodó
en su pecho y mientras madre e hija intercambiaban miradas Irene
pensaba en su amiga.
Ya hacía cinco meses que nadie
sabía de ella. Habían entrado varios hombres a su casa y se la
llevaron a la rastra, mientras Sara gritaba y suplicaba detrás hasta
que uno de ellos la dejó tendida en el piso con un terrible golpe en
la cabeza.
Todo porque Mariana era delegada
del centro de estudiantes.
Precisamente allí se habían
conocido, Mariana, Irene y Antonio, incrédulos todavía de que
cualquier intento de participación social o política pudiera ser
tan riesgoso.
Esa vez no se llevaron cosas de
valor, ni muebles, ni ropa como habían hecho en otros lugares.
Al salir de la casa de Sara dejaron
pegada una cinta adhesiva al timbre que alertó a los vecinos de al
lado.
Cuando llegaron la vieron tirada
sobre los mosaicos negros del zaguán, inconsciente.
Volvió a
mirar a Lourdes que seguía los ojos de su mamá como si quisiera
hablarle.
La abrazó
más fuerte. -Qué bueno que Mariana no dijo dónde ibas a nacer.-¿Te
imaginás?
Tal vez
nos hubieran ido a buscar a nosotras también.
-¿Qué le
habrán hecho a Mariana? ¿Estará viva?- me da terror pensar en lo
que le pueda estar pasando. -Y su mamá que la habrá tenido así
como te tengo a vos, te tejió esta mantita contando los días que no
la ve.
Irene dio
un suspiro hondo y se despegó de su bebé acomodándose la ropa.
Sacudió
su cabeza, como para desentenderse de sus pensamientos. Dejó a
Lourdes en el moisés y fue a buscar pañales y ropita para
cambiarla.
Se acercó
al grabador y apretó "play" para seguir escuchando el casete de
siempre, Toquinho volvía una y otra vez a cantarle ”Cuanta
saudade...”
En el
mono-ambiente no había mucho para mirar, ni para recorrer . Casi
todo se resolvía estirando los brazos un poco más o un poco menos.
Miró el
teléfono negro. Extrañó a su marido que a estas horas debería
estar haciendo un listado de clientes por visitar.
Todos los
mediodías las pasaba a buscar con el auto para que lo acompañaran a
hacer sus recorridos.
Para Irene
era como una fiesta salir en el auto de la empresa. Además, había
suspendido sus estudios y no trabajaba más desde sus vacaciones.
Irene moldeaba ceniceros en un
taller de cerámica.
La gente de allí era amable, pero
todos, unas diez personas en total, hablaban poco, cada uno tratando
de no revelar mucho de su identidad.
"Las cosas se están poniendo cada
vez peor", decía la dueña. Casi lo repetía a diario.
Después de sus vacaciones Irene
volvió al taller. Continuaba pegado en la puerta el cartel de
“cerrado por vacaciones”, como lo dejó.
Llamó a la dueña y a un
compañero que le había dejado su teléfono pero nadie respondió.
No se animó a preguntarle a los
vecinos por temor a que confirmaran sus sospechas.
-Mejor no digas nada, le recomendó
su marido.- dejá pasar el tiempo y por ahí te enterás de algo, de
todas formas no podés hacer nada.
“No podés hacer nada”, esa
frase se le volvía insoportable una y otra vez, cada vez que volvía
sobre el asunto, pero también cada vez que recordaba a Mariana, cada
vez que tenía que bajarse del colectivo y poner junto a los otros
pasajeros las manos contra la pared para ser requisados o cada vez
que leía en el diario el anuncio de otra fábrica cerrada.
Lourdes
desde el moisés volvía a reclamarla.
Sus
ruiditos alertaban enseguida a Irene que trataba de imaginar las pedidos de su hija.
-¿Será
cierto que hay mamás que saben exactamente lo que necesitan sus
bebés?
-No se, yo
todavía me confundo, por ahí pienso que tengo que cambiarte
y lo que querías era que te alzara o que te pusiera de costado.
-Tal vez
es mi despiste ¿no?-bueno, no te desanimes, ya voy a aprender.
Irene
volvió a mirar el teléfono. Antonio tiene que estar por llamar,
seguro que hoy nos lleva al centro.
Buscó a
su alrededor algo que estuviera por hacerse. Suspiró. Todo estaba en
orden.
Dos
sombras oscuras en la ventana la sobresaltaron. Un par de palomas
habían llegado hasta la cornisa de la ventana. La asustaron e intentó casi
inconscientemente ahuyentarlas.
Mientras
sacudía un repasador en la ventana, sonó el teléfono.
Aliviada
contestó, esperando del otro lado la voz cálida de Antonio
diciéndole como siempre- gorda, nos vamos de paseo.
-¿Sii?
-Irene
¿Sos vos?
-Si,
¿quién sos?
-Clementi,
Irene. El jefe de Antonio, el tano.
La voz
entrecortada de Clementi, no le permitió el saludo y apuró un
-¿Qué pasa Clementi?
-A Antonio
se lo llevaron. No puedo decirte más.
Irene
tampoco pudo decir nada. El tubo del teléfono se le resbaló de la
mano y cayó con un golpe seco al piso.
Del otro lado, el tano insultaba y lloraba casi en un susurro.
Desde la ventana de su oficina,
se veían cuatro Falcon verdes y varios tipos armados llevando a
Antonio hacia uno de los autos a empujones y patadas.
Irene
buscó rápidamente un bolso, guardando allí lo imprescindible, como
quien huye de un incendio.
El corazón
le ocupaba todo el cuerpo, cortándole la respiración.
Apuró
una última mirada a su alrededor y apagó las luces, despidiéndose
para siempre de ese lugar.
Lourdes
como enterada de la situación, lloraba sin consuelo, mientras su
mamá la sacaba del moisés abrigándola con la mantita de la pobre
Sara.
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