El desalojo





El agente se sentó en el sillón de caña y apoyó sobre la mesa de vidrio, su máquina de escribir.
Desde el jardín de invierno podía verse el patio de paredes rosadas y las puertas de madera de todas las habitaciones.
Observaba lánguidamente los bultos desparramados por todas partes. Frazadas y sábanas convertidas en atados llenos de cosas.
Los testigos, dos vecinos sentados en otros sillones del patio permanecían en silencio acompañando con miradas tímidas el trabajo del policía.

Cuando el fletero tocó el timbre, me sentí algo aliviada. Al menos por un par de minutos me sacudiría esa sensación de presión en la espalda y me olvidaría del dolor que me apretaba desde el ojo izquierdo hasta la nuca.
Le abrí la puerta y le expliqué la situación. También le pedí que sostuviera la puerta para evitar que de un portazo se partiera el vidrio.
Un pasillo largo con piso en damero separaba la puerta de entrada de mi departamento, el del fondo.
-Vea, voy a ir trayendo las cosas y si usted puede me ayuda a cargarlas, ¿si?
-por supuesto, señora, para eso estamos.
Caminé hasta el final después de un hondo suspiro, seguida por el hombre que ya se había encargado de trabar la puerta con una maderita que encontró tirada.  Una vez en el patio de mi casa elegí con la mirada el primer bulto para cargar.
El nudo de la sábana guardando objetos se parecía mucho al que estrangulaba mi estómago.

El policía se inclinaba sobre el escritorio, daba vueltas un par de papeles que había sacado de una carpeta negra, las acomodaba, movía el rodillo de la máquina, miraba hacia un lado y hacia otro. En otro momento hubiera pensado que se burlaba de mi demorándose entre mil gestos innecesarios. Pero en esa circunstancia era solo parte de un denso ritual.
Al pasar por el jardín de invierno, el agente me explicó que tenía que hacer un inventario con todo lo que me llevara, por lo que tuve que desatar el bulto y enumerar el contenido.
Un vaso con cepillos de dientes, cuatro toallas, un frasco de champú, cepillo de uñas, tres toallones, dos peines...
La descripción resultó interminable y sólo era la primera.
Los vecinos, incómodos en esa situación en la que debían ejercer de ojos registradores, se sentían unidos por una cierta complicidad, mientras el agente parecía no terminar de hallarse en la tarea de inventariar un desalojo.

El tiempo parecía acolchonarse pesadamente sobre mi cabeza y mi cuello.
Mi  casa se había vuelto extraña en el apuro de terminar ese trámite de una buena vez.
.Yo, ajena a todos y a todo, arrastrando mi cuerpo de un lado a otro. En mi cabeza repasaba insistentemente los momentos vividos. Aparecían solo los peores, ocupando tanto espacio que tapaban toda posibilidad de recordar alguna situación relajada, feliz.
Por momentos, algo dentro mío me susurraba un “huí mientras puedas”. Pero ahí me quedaba yo, oyendo esa voz entre respiraciones entrecortadas.
El peso de las culpas por todo lo pasado me apretaba más y más, dejándome apenas la posibilidad de respirar.

Había transcurrido un largo tiempo de tareas repetidas, elegir un bulto, desatarlo, enumerar los objetos que contenía, ante la mirada cada vez más desatenta del policía y los vecinos, cargar al hombro alternadamente, el fletero y yo, caminar por el pasillo que parecía alargarse con las horas, sostener la puerta, cargar la camioneta.
Los vecinos repasaban sus quehaceres sin hacer y el policía, su fajo de hojas  formando un interminable legajo, mientras apagaba en un cenicero improvisado su enésimo cigarillo.
El flete casi lleno anunciaba que muchos de los objetos, muebles, macetas deberían despedirse de su dueña.

La futura vivienda, un par de habitaciones prestadas, harían lugar solo a lo que entrara en un solo viaje.
Como ya lo había previsto, llamé a todos mis parientes y amigos con el fin de que pudieran llevarse el resto que les fuera útil, pero el pudor hizo a cada uno excusarse de diferentes maneras.
Desesperadamente agarraba una cosa  y miraba al resto, sin poder decidir que dejar, peleándome entre lo útil y lo significativo.
Me resultó imposible dejar un osito de felpa sucio y descosido que pudo más que una última cacerola.
Revistas apiladas, apuntes, escritos, agendas abandonados a su suerte, dejándome sin testimonios de mi historia.
Las tripas se retorcían dentro mío como si fueran ajenas y las mejillas me hervían.

El resto ya había quedado definitivamente descartado y los vecinos agradecidos con tantas recompensas me despidieron con  bendiciones y un cálido abrazo.
El policía se levantó del sillón para saludarme y me miró compasivo, como si ya me hubiera convertido en parte de su familia.
Se sacó su gorra, la dejó sobre la máquina –doña, ¿me permite que la ayude con lo último? Y sin esperar la respuesta que se me había quedado atragantada, levantó una mesita que esperaba su lugar en la camioneta.
Luego, ellos se quedarían un rato más completando el acta.

El fletero y yo caminamos por última vez el pasillo de baldosas negras y blancas, que empezaron a volverse borrosas entre mis lagrimones calientes.
El hombre destrabó la puerta de la entrada y juntos llegamos a la “chevrolet” blanca estacionada al frente.
Recién ahí vi una realidad distinta, autos que iban y venían, gente hablando casi a los gritos en la esquina, luces de carteles, de semáforos , de faroles.
El dolor se derretía pesadamente sobre mi cuerpo.
El fletero terminó de acomodar las cosas y  abrió la puerta de su camioneta ayudándome a subir a ella amablemente.
Se mezclaba el olor a gasolina, con el de la casa que acababa de dejar.
Todo era una enorme tristeza que aparecía como desenvolviéndose de uno de los atados.
-señora, nos vamos, no es bueno mirar atrás -me dijo mientras me alcanzaba un pañuelito. 


 

   

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los duendes de la primavera

Razones para amar a una biblioteca en un puente

Susurros